AUTORRETRATO
Cuando yo nací, mis padres vivían en Via San Gregorio. Era una casa ni vieja ni nueva, que creo que datase —como tantas otras casas en aquella zona de Milán— de los años de la primera guerra mundial. Una vez, por aquellos pagos, estuvo la estación de ferrocarril; creo que desde las ventanas de mi casa se podían ver los andenes. Pero en 1932, cuando yo nací, ya no se veían los andenes, ya no estaban: y desde la ventana del cuarto donde dormía con mi hermano mayor se podía ver un solar que recordaba a la periferia aunque, en realidad, no estábamos en la periferia. Este solar se animaba —sobre todo por la tarde, y aún más el sábado por la tarde— con los juegos de los chavales. Jugaban a la pelota, a la guerra, a los indios. Quizás debiera decir: jugábamos; me parece muy probable haber participado en aquellos juegos, aunque no tengo ningún recuerdo preciso. Lo que sí recuerdo, sin embargo, es haber mirado a otros chavales jugar. Eran juegos deliciosos. Aquella ventana es, sin duda, uno de los lugares o, mejor, de las situaciones, que me han empujado a querer ser poeta, a querer escribir poesía. Durante mucho tiempo creí que un poema tenía que ser como aquella ventana. Me parecía que un poema era un cristal a través del cual se podían ver muchas cosas, quizás todas las cosas; pero un cristal, y el hecho de que el cristal fuera transparente no era más importante que el hecho de que el cristal estuviera en medio, que me aislase, me defendiera. Los juegos estaban más allá del cristal, mientras yo estaba de este lado. Creo que jamás conseguiré explicar la extraordinaria delicia de esta situación. Lo que es cierto, en cualquier caso, es que cuando empecé a escribir poesía mi mayor aspiración era la de encontrar aquel tipo de delicia o, si se quiere, de privilegio. De cada poema quisiera haber hecho un observatorio bien protegido y transparente, un observatorio para mirar la vida —o sea, quizás para no vivirla. Naturalmente, la historia de la que yo considero ahora mi poesía inicia después; inicia, imagino, justamente con la negación, con la renuncia a todo esto: la ventana, el observatorio, la transparencia. Aunque este asunto no debe de estar aún resuelto del todo, al menos en mi inconsciente, ya que hace pocos años escribí este poema después de haberlo, creo, soñado al menos en parte.
Como un ciego, con ansia, contra
el temporal y el granizo, una
tras otra iba cerrando
siete ventanas.
Lo importante es que no supiera cuáles.
Solo, al alba, temblando,
con la horrible minucia de quien despierta o muere,
comprendo que he traído
hasta aquí la penumbra ésa,
Via San Gregorio primera planta.
Aquí, del otro lado de mis hijos,
de poder dar o tomar la palabra.
La verdadera historia de mi poesía comienza con la renuncia al sueño de feliz automarginación que dominó mi adolescencia y que, probablemente, forma parte de los inicios de todo poeta. No es necesario aclarar que esta renuncia coincidió, para mí, con la entrada en la edad adulta. Más bien quisiera intentar vincular, y no solo por artificio o nostalgia, también esta otra fase más madura de mi poesía y de mi vida al lugar donde nací —a mi ciudad y, dentro de mi ciudad, a mi casa. En 1821, cuando murió, el gran poeta milanés Carlo Porta fue sepultado en el cementerio de San Gregorio. Y yo quisiera recordar de pasada que precisamente con Porta inicia, en la poesía italiana, esa tradición lombarda que discurre a través de Manzoni y llega hasta Tessa, Sereni o Rebora, y que, según creo, es algo sustancialmente distinto a lo que la historiografía del Novecento entiende como «línea lombarda », cosa que nunca he entendido bien en qué consiste. Luego, en la historia de Via San Gregorio, hubo otro descubrimiento: el descubrimiento de que, por un tramo, la calle donde vivía coincidía con el perímetro del Lazzaretto, el Lazzaretto de la gran peste de Milán, de la que habla Manzoni en Los novios y en Historia de la columna infame. Un trozo de la tapia del Lazzaretto está aún a la vista. Estoy convencido de que este segundo descubrimiento fue para mí aún más importante que el primero. Gracias al Lazzaretto, al hecho de haber nacido, por así decirlo, a sus orillas, creo haber asimilado en un modo concreto, físico —un modo que ningún libro, ninguna lectura me habría propiciado— que mi ciudad no era solo la que veía, casas, calles, plazas, gente viva, sino que también estaba llena de historia, o sea, casas, calles, plazas que ya no existían, y de gente que ya no estaba viva, de gente muerta. Me di cuenta, en definitiva, de que mi ciudad visible estaba llena de historia invisible y que esta historia estaba, a su vez, llena de dolor, de amenazas, de miedos. A partir de aquel momento, creo, entró en mi poesía el tema de la peste: peste metafórica, entiéndase: la peste entendida como contagio y condena, como circularidad y anonimato de la injusticia.
Manzoni tiene que estar, no puede no estar en mis poemas —estar, obviamente, como un reflejo tenue, desvaído, o solo como un remordimiento. Si no estuviera, querría decir que tampoco estoy yo, que mis poemas son, literalmente, de algún otro. Pero más allá de esta fe o, si se quiere, de esta petición de principio, supongo que es posible rastrear algún indicio, algún elemento más objetivo. El tema de la injusticia, de la persecución, del proceso inicuo, de la inocencia injustamente perseguida y castigada; la imagen, explícita o implícita, de la ciudad como teatro de la peste, como receptáculo de cualquier posible contagio físico y moral; el gusto por nombrar lugares, circunstancias y documentos con una escrupulosidad impasible y una pasión secreta; la mitigación, la reticencia y la ironía usadas para hacer pronunciables la indignación, la consternación, el desaliento y la piedad: todas estas cosas (.) provienen, no me cabe duda, de Manzoni, son las pruebas, las marcas de mi pasión manzoniana, de mi manzoneidad (o, parafraseando a Gianfranco Contini: el indicador, en mi sentir y en mi escritura, de la «función Manzoni»). Sin contar, por ser excesivamente evidente, los homenajes literales, las citas, los apestados de, por ejemplo, «Una ciudad como esta».
Una ciudad como ésta
no es para habitarla: más bien
se camina pegado a ciertos muros,
se pasa por ciertas callejas (no lejanas
al lugar del suplicio) y hablando
como con la nariz tapada
ávidos, presurosos, alguien pregunta: ¿no era aquí
que tiraban sus cartuchos los untadores?
Mis poemas más remotos (.) se remontan a la infancia, a la adolescencia. Son poemas escritos allá por los años 50, cuando tenía dieciocho años, que recrean episodios de la Pasión de Cristo. En torno a 1950, cuando la adolescencia se estaba convirtiendo en madurez, me sucedieron algunas cosas fundamentales. En la Scala hubo un espléndido ciclo de conciertos en el que se escucharon todas las obras maestras de la música sacra, desde el Vespro della Beata Vergine hasta el Requiem tedesco de Brahms. Experiencia para mí absolutamente fundamental. Además, se respiraba en el campo literario, y en particular en el campo de la poesía, ese deseo de ruptura, de salir del lirismo de los años 30, en que me había formado. Se sentía la necesidad de una poesía más discursiva, más narrativa, más dentro de la realidad. Y en aquel periodo, además de la extraordinaria experiencia de la música sacra, además de las primeras experiencias de aficionado a la pintura y la escultura —para el que el haber visto por primera vez el portal de San Zenón en Verona o los bajorrelieves de Chartres forma parte de este aprendizaje— estaba sobre todo la lectura de los grandes poetas anglosajones, sobre todo Eliot, que en toda su obra demostraba la posibilidad y la necesidad de hacer poesía hablando de sí, y del tiempo propio, pero a través del correlato objetivo, algo objetivamente ya existente o ya contado. Todas estas cosas me llevaron al camino del Evangelio como fuente de inspiración, como posibilidad de volver a contar o de reexpresión. Luego escribí otros poemas en los que volvía a recorrer la narración evangélica desplazándola, insertando elementos contemporáneos, haciendo también de ella un espejo del hoy. Era una estratagema, una manera de hablar de mí, finalmente, y de mi tiempo y de lo que veía a mi alrededor sin exponerme aún a una exploración directa de la realidad, es decir, valiéndome de un potente correlato objetivo que, en cualquier caso, ya había sido largamente usado en la historia de la humanidad en la pintura, en la escultura y en la música. O sea, esta suerte de iniciación al coraje de hablar con mi voz y no tomando prestadas las voces de los poetas que admiraba y que amaba, creo que me llegó gracias a la idea de volver a recorrer el relato evangélico con aquella distancia, con aquella lejanía, con aquellas perspectivas distintas, aquella tendencia a atrapar al bies, a encuadrar de otra manera y también poco a poco a desplazar el personaje principal y dar más atención a los personajes secundarios, como había aprendido de los grandes modelos del pasado. Fue, por lo tanto, importantísimo, el hecho de descubrir la ciudad como metáfora, digamos, como metáfora de la vida, como contacto con todo aquello que la existencia ofrece como problemático, inquietante o exaltante. Y así me convertí, después de haber sido en los primeros años de mi escritura poética un… un re-contador de historias ya contadas, me convertí en un poeta de historias urbanas, de relatos vinculados a la ciudad, a sus problemas, a sus dramas, a sus inquietudes. Es el periodo que probablemente marcó definitivamente mi personalidad como escritor y como poeta.
Cine de tarde
Casi siempre a esta hora
llega gente un poco especial (pero
con buena pinta). El que se sienta
pero cambia varias veces de sitio,
el que se queda en pie, al fondo de la sala, y olisquea
intuye movimientos raros, la niña
medio tonta, la señora que entra sola,
la muchacha lisiada… Los miro para entender
cuál es su historia, quién los convoca. Cuando
vuelve la luz pienso en cómo el corazón
se les debe retorcer intentando
salvarse más allá, abandonarse
a la penumbra que ya viene.
Éste es un ejemplo de. de poesía urbana, en definitiva, de poesía en la que las inquietudes de la vida de una gran ciudad, sus extrañezas, sus aspectos incluso sórdidos a veces, la figura del marginado, del infeliz, del desplazado, etc. toman, diría yo, el primer plano. Es nuevamente, si se quiere, un modo de contarse a sí mismo a través de otra cosa, a través de lo que está a nuestro alrededor. Todavía en aquellos años —estamos a finales de los años 50, primeros años 60— me cuesta hablar de mí en primera persona, lo que aún me interesa es certificar mi vínculo con la realidad: si antes era a través de la sublime metáfora del relato evangélico, ahora es a través de las figuras, a través de la realidad de la ciudad redescubierta, de la ciudad amada, también porque, como decía antes, el de la ciudad ha sido para mí efectivamente un enamoramiento: un enamoramiento que aún dura, después de tantos años, aunque la ciudad ha cambiado, aunque es mucho menos verdadera (o al menos así me lo parece) de cuanto lo fuera entonces, mucho menos rica en humanidad e incluso en dramas. Pero, en cualquier caso, es aún el lugar en el que no consigo no vivir.
Si paso por Via Andegari, pienso que allí vivieron mis abuelos, que nunca conocí, todos muertos antes de que yo naciera. Este hecho de no haber vivido con los viejos desorienta un poco; no existen instrucciones para la vejez. Y ya soy abuelo.
Los muertos y los vivos
En la casa húmeda, lo poco
que está seco parece aún más seco todavía:
en los cuartos de la primera planta
el piso de tablas sin encerar
casi blancas
y un poco separadas; abajo, en la sala
de billar, el marfil de los bolos
puestos en cruz… (Antes o después volveré
a ver la casa de mis amigos
donde de un momento a otro ibas a dar a luz
—nació dos días después— y esperábamos,
de noche, a que el temporal trajera
un poco de fresco también a Milán. Pálidos
por las paredes, con cara de alcahuetes
o de tartufos, oscuros
antepasados lombardos
llevaban la cuenta de los huevos
y del queso: con astucia y un montón
de plumas de oca. Nos reíamos de ellos
asqueados. Pero en el fondo, ¿era
justo? Mejor que nuestros vivos, gente
distraída, melancólica,
de vicios más sutiles, ¡quién puede decir
que no sea ése el tipo de antepasados
que nuestro hijo fingirá tener, riéndose
de ellos, dándoles la espalda
como jamás nadie ha conseguido!)
Milán sigue siendo el escenario de mi vida y, por lo tanto, de mi imaginación, de mi sensibilidad, de mi modo de reaccionar ante lo que sucede en la realidad y en mi mente. Pero con respecto a los tiempos de Le case della Vetra, pienso que este escenario se ha interiorizado mucho, que ha perdido, si así puede decirse, gran parte de su al pie de la letra y, por lo tanto, de su capacidad de ser pronunciado inmediatamente; y esto, creo, porque —como sucede a todos, quizás cuando se envejece— desde hace unos años tiendo a mirar mucho más dentro de mí y mucho menos fuera, o sea, en otras palabras, porque la Milán que más tiene que ver conmigo y me emociona la encuentro, hoy por hoy, sobre todo en la memoria.
El poema La guerra es absolutamente autobiográfico, es un recuerdo de mi padre, del extraordinario espíritu de sacrificio con el que él, que no podía dejar la ciudad, viajaba cada noche y cada mañana entre la ciudad y el campo donde nos habíamos refugiado, para no interrumpir la vida en común. Este espíritu de sacrificio, de entrega, que aún me conmueve, contrasta con mis incumplimientos para con mis hijos. En general, mi vida entra en la poesía, y ha ido entrando de manera creciente: cuando era muy joven, por una parte, tenía menos vida que aportar a la poesía y, de otro lado, tenía más miedo a aportarla. Esto explica el sistema de correlatos objetivos con el que se ha amasado la primera fase de mi poesía. Después mi vida ha entrado o como recuercdo, reflexión del pasado, o en directo, como registro de emociones. Ahora, sin embargo, vuelvo un poco a reflejarme, quizás a esconderme, en historias ya codificadas.
La guerra
Tengo los años de mi padre, tengo
casi sus manos: especialmente los dedos, las uñas
curvas y un poco espesas, lunadas (pero las mías
sin el marrón de la nicotina)
cuando, apretujado e impecable, viajaba
en trenes ametrallados y coches de línea
para traernos, tranquilos veraneantes,
lejos de todo y de cualquier estación,
en su hermosa bolsa ligera
las raras provisiones de aquellos años, queso de untar,
mermelada
sin azúcar, pan sin levadura,
imágenes de la ciudad oscura, de la ciudad derruida
tan dulces, recuerdo, a nuestro corazón.
Mirábamos a sus años con miedo.
De abajo a arriba, desde mi
segundogenitura, por sus coronarias
murmuraba cada tanto una plegaria.
Ahora, después de tanto
que entró en la nada y le soy
cada día hermano, dentro de poco
hermano mayor, más sabio, quisiera saber
si también mis hijos, alguna vez, rezan por mí.
Pero al momento, contradiciéndome, me digo
que no, que faltaría más, que nadie
menos que yo ha viajado entre yo y ellos,
que lo que les he dado, ¿qué comida
era? No había alimento en el irme
como un ladrón y volver con las manos vacías…
Una guerra pobre, llana y vil,
me digo, la mía, tan pobre
en obstinación, en obediencia. Y rezo
para que lo dejen, que si les vienen ganas
de rezar no sea por mí.
Creo que este sentimiento de incumplimiento, que en un cierto momento se focalizó en la relación con los hijos, ya existía antes. De hecho, incluso antes de haberme alejado de ellos tenía el sentimiento, totalmente irracional, de haber faltado a alguna cita importante, por ejemplo con mis padres, con quienes incluso tuve una relación muy buena. Quizás el hecho de que mi padre y mi madre hubieran desaparecido tan tempranamente hizo que inconscientemente yo me sintiera un poco en culpa, como si no hubiera sido capaz de retenerlos. Luego, este sentido de incumplimiento se concretizó más racionalmente en mis hijos, para los que he estado realmente ausente. Pero creo que algo, incluso irracionalmente, se había formado antes.
Parti di requiem (.) está dedicado a la memoria de mi madre y se cierra con un poema que también él se relaciona de alguna manera con el dilema entre responsabilidad e irresponsabilidad de la poesía ante la vida (y la muerte, naturalmente).
Amén
Cuando moriste estábamos
en una casa vieja. Sin ascensor. Había espacio
para dar y regalar entre descansillos y escaleras.
Así que no te tocó desfilar
de hombro en hombro por esquinas y grietas,
ni te midieron a palmos
ni te pusieron de pie como las jambas. Desaparecer
era más lento y más fácil cuando desapareciste.
Varias veces, luego, me ha parecido
una suerte.
E incluso, si lo piensas, en pocas cosas
hay menos dignidad que en la muerte,
menos belleza. Baja a la planta de abajo
como te parece, puerta o caño, métete
donde sea, caja de zapatos
o caja de embalar, horizontal
o vertical, sola o en compañía,
líbranos de la estética y así sea.
Este poema escrito pensando, pensando una vez más, en la muerte de mi madre es de alguna manera conclusivo de una serie de textos de, digámoslo así, carácter familiar: sobre la historia de mi familia, sobre la desaparición de mis padres. Es también un poema en el que, de alguna manera, intento salir de esa maraña de emociones y de recuerdos, como si sintiera la necesidad de acercarme más a la vida no pasiva, a la vida «en directo », como se diría hoy, o en primera persona.
Pensaba que
polvo, no cenizas; algo
quemado o exprimido no, pensaba;
polvo: y serlo
poco a poco, poco a poco ir extraviando
los huesos duros. Y que la tierra
no fuera poca ni mucha,
ni pesada ni leve al borrar
el estrago de la fosa.
Y que la tierra fuera consagrada…
Y que la tierra fuera consagrada
y compartida, lote
numerado e inencontrable
de uno de los tenues cementerios inmensos
que desde el norte, el noroeste
asedian Milán, que nos salvan,
barricadas de cruces,
de ángeles mutilados, del horror
de pudrirse en privado, en un jardín.
Uno de los pocos pilares de mi fe —si admitimos que pueda hablarse de fe— es la idea de la comunión de los vivos con los muertos, lo cual no quiere decir que yo piense que haya algo más allá de la vida, en el que se encuentren los muertos. Creo que los muertos están; es decir, pienso que se sigue viviendo también con las personas que ya no están, que siguen haciendo parte de nuestra vida. A través de la memoria, a través de la continuidad de los pensamientos y las emociones. Si éstos les hacían partícipes en vida, ¿por qué no deberían hacerlo una vez muertos? Nosotros no cambiamos porque no veamos más a una persona, seguimos siendo los mismos. Por lo tanto, no hay dudas. No tengo dudas sobre esto. o, en cualquier caso, quiero no tenerlas.
La conmemoración de los difuntos
Con los tuyos, lo sabemos, un modus
vivendi lo has encontrado. No era fácil
ni difícil, casi no había elección. Pero los tipos ésos que
nada te importan, carbonizados
en la carcasa de un caza mordisqueados por el hombreleón,
acribillados
por el tifus en el altiplano, ¿qué
salvación encuentras en ellos?, ¿qué sentido les encuentras
en tu modo de aguzar los ojos y demorarte
a ratos en el diario?
[…]
Que vuelvan —lo digo por los muertos— a nuestro amasijo
cotidiano, dobla el diario,
deja que los vivos entierren lejos a los vivos.
Pensar en el alma —no para salvarla: para disfrutarla. Es imposible contemplar el tiempo sin ver la muerte, así como es imposible mirar el mar abierto sin ver el horizonte. Uno, para no verla, debería pasar toda la vida de perfil como el one-eyed jack, el pobre infante monóculo de los naipes. Y la cosa es que también la muerte, como el horizonte, está siempre a la misma distancia. Siempre he pensado que la ultimidad (sé que esta palabra no existe, pero por el momento no estoy dispuesto a renunciar a ella o a sustituirla) es la más preciada, la más embriagadora de las dulzuras. Pero, ¿cómo valorarla sin miedo? Un condenado a muerte podría ser por una noche el más feliz de los hombres si la felicidad no le hubiera sido ocultada o, para ser más exacto, obstruida por el trauma y la «obscenidad» imaginarios de la muerte. En suma, es probable que el don de la incertidumbre —la facultad que a cada hombre se le concede, pero que no muchos pueden o saben aprovechar hasta el final, de ver la muerte siempre a la misma distancia— no sea indispensable solo para vivir sin tormento, sino también para acercarse con satisfacción a la muerte. Se puede degustar el fin solo mediante el pacto de percibirlo como un bien exiguo pero no contado, un espacio breve y último, pero infinito.
Soy lo que erais, seré
lo que sois, susurro a quien espía
mis pasos desde un lecho de crujía
en un pabellón del Niguarda o
del viejo policlínico de Via
Sforza, me sobrevaloráis, tengo
un solo riñón, pronto perderé
la última batalla con la miopía
y el corazón, sí, el corazón… No, ¡perdón, queridas
almas, perdón! no puedo ser
el ungido de la Muerte aquí, no se debe
enseñar a morir a quien ya tanto
muere y tan poco espera, solamente
otra primavera, otra nieve.
Solo ahora comienzo quizás a vislumbrar el significado de una imagen que desde hace muchos años inexplicablemente nutro y me nutre, la de mi padre que tras el primer ataque cardíaco (el segundo, pocos meses después, lo mataría) está en la cama, de excelente humor, bien apoyado en dos cojines y lee, lee sin cesar, lee o relee todas las novelas posibles. Vuelvo a ver las pilas de libros en la mesita de noche, el azul de los viejos Einaudi, el verde de la «Romántica», el amarillo de los Classiques Garnier. Y recuerdo mi sorpresa, mi inocente consternación: ¿para qué leer tanto, para qué hacerse dueño de tantas historias, de tantas verdades si le quedaba tan poco tiempo para «usarlas», para sacar provecho de ellas? Quizás, pensé, lee solamente para «pasar el tiempo». Pero no: una vez acabado un libro, decía sonriendo que estaba contento, que había «valido la pena». Pero, ¿cómo es posible? era mi reacción. Pero yo tenía veinte años, y si me alegraba de haber leído un libro nuevo o de haber entendido mejor uno que había leído demasiado joven, con demasiado ímpetu e inocencia, era porque cada vez me sentía un poco más fuerte, más rico, porque sentía que tenía algo más que vender, en que invertir, a lo que sacarle provecho en el curso de mi virgen e inagotable futuro, a beneficio de mi orgullo y en provecho del género humano: tempus edificandi… Bueno, ahora empiezo a entender —quizás, más simplemente, comienzo a ser mi padre. Este año él habría cumplido cien años, el año que viene yo tendré su edad, la edad con la que murió. Si me he llevado conmigo, de casa en casa, tantos libros era, empiezo ahora a darme cuenta, para ponerlos un día u otro en una pila —los azules, los verdes, los amarillos— en la mesita de noche. A propósito, debería tener una mesita al lado de mi cama. Debería tener una cama, una cama de verdad —una cama con respaldo de nogal sobre la que apoyar dos cojines. Aún no consigo paladearlo del todo, pero ya me imagino el gusto de acumular silenciosamente dentro de mí bienes infructíferos e intransmisibles, y siento que podría ser la más pura, la más sutil, la más perfecta de las alegrías.
Sombra herida, alma que vienes
cojeando, arrastrándote de tu tenue
refugio a buscar en sueños lo poco
que mordisqueo por ti al vaivén
del despertar y las pesadillas, al obsceno
desfile de acertijos, tan poco
que alguna vez cuando llegas el fuego
está ya apagado, colgando los postigos, y llenas
de insulsos intrusos o imitadores de poco fiar
la inmensidad de la cocina, el pupitre
de escuela, la cama, dame tiempo no
te esfumes, el tiempo de cerrar tantas
vergonzosas cuentas pendientes con
ellos antes de echarme a tu lado.
En cualquier caso, es un tema, éste de las relaciones familiares, de los recuerdos de familia, que después ha continuado, incluso desarrollándose, hasta las últimas cosas. Pero, de alguna manera, sentía la necesidad de salir, de afrontar quizás un modo más autobiográfico de relacionarme con la poesía y de servirme de ella. Y probablemente lo que tenía que suceder era que entrara, con fuerza, con violencia, en mi inspiración y en mi práctica poética el tema del amor. A los poemas de piedad familiar, llamémoslos así, sucedió después, en los años sucesivos, una poesía de relato amoroso, de autobiografía amorosa.
Canciones mortales. Son poemas de amor, y llegados a este punto diría que lo privado, y el relato de mí mismo, entró sin ningún pudor en mi poesía. No son éstos mis primeros poemas de amor, son, en cierta manera, los últimos, es decir los del último amor, el que sigue estando en mi vida. Pero son en algún modo la conclusión de un acercamiento a la confesión directa, digámoslo así; y probablemente era necesario esta relación traumática que se tiene con el sujeto del propio amor, con la persona amada, para que yo me mostrara así, abiertamente. A partir de este momento en adelante, en cierta manera incluso mis poemas de tema no amoroso, mis poemas de tema. reflexivo, meditativo, o incluso civil son decididamente poemas en primera persona. He roto, de alguna manera, el diafragma del correlato objetivo; me he convertido en uno que habla de sí, me he convertido en un poeta en primera persona. Yo no creo que esto sea un progreso, creo que la poesía puede ser igualmente sincera, igualmente auténtica, igualmente reveladora incluso si se mantiene en un modo implícito, si mantiene la ficción o… la carambola para con la realidad objetiva. A mí me sucedió esto; y es bastante probable que sea algo que tenga que ver con la edad de una persona, o sea, que haya algo incluso de biológico, ¿no? en esta ida desde una relación privilegiada con la realidad externa, con la realidad objetiva, con las imágenes del mundo, digámoslo así, hacia una, hacia la medita ción cada vez más interior, cada vez más en primera persona. Al final nos quedamos solos ante la soledad, ante la muerte, éste es el destino, creo, de todos nosotros; y que, por lo tanto, incluso la poesía siga de alguna manera este trazado —de la vida a la muerte, desde lo colectivo hasta lo dramáticamente individual— es algo que creo que se encuentra bastante en la naturaleza, en la naturaleza de las cosas.
Canciones mortales
Yo que siempre he adorado los despojos del futuro
y solo del futuro, de nada más
tengo de vez en cuando nostalgia,
recuerdo ahora con miedo
cuando en mis caricias dejarás de bañarte,
cuando por mi placer
estarás dividida, y quizás por la hermosura
de ser tan amada o por la dulzura
de haberme amado
fingirás, igualmente, placer.
Las veces que con furia
en tu vientre busco mi alegría
es porque, amor, sé que mucho más
no tendrá tiempo el tiempo
de correr ecuamente entre los dos
y que solo en un sueño o de la marcha
del tiempo tirándome antes
puede hacer que un día tú no quieras
de otro amor creer en el amor.
Un día u otro te dejo, un día
tras otro te dejo, alma mía.
Por mis celos de viejo, por miedo
a perderte —o porque
habré dejado de vivir, solamente.
Pero me quedo quieto, mientras,
como está quieto un ramo
sobre el que está quieto un pájaro, me embeleso…
No esta vez, aún no.
Cuando nos escurrimos de los brazos
es solo para buscar otro abrazo,
el del sueño, el de la calma —y hay
como si fuera para siempre
que pensar en el reposo del hombro,
que tener cuidado por tu pelo.
Mejor que no sepas
que me duermo con plegarias, qué
palabras mascullo
en el cuarto mudo de la garganta
para no dejarme otra vez cuartear
por el ávido sueño adivino.
El corazón que no duerme
dice al corazón que duerme: Ten miedo.
Mas no soy yo mi corazón, no escucho
ni echo la suerte, bien sé que faltarte,
no perderte, era la última desventura.
Te mueves en el sueño. ¡No te des vuelta,
no me mires de cerca y sin luz!
Ojo por ojo, palabra por palabra,
estoy repasando mi papel en la vida.
Pienso si tendré el coraje
de callar, sonreír, mirarte
mientras me miras morir.
Solo esto pido: resultarte siempre ligero,
tanto como yo te quiero.
Te das vuelta en el sueño, en un sueño a poca luz.
No tengo grandes lecturas de carácter científico, pero siempre me ha llamado la atención, de lo poco que he leído de física, la idea de que la irreversibilidad del tiempo no puede ser demostrada. Vivimos respetando esta realidad, pero la física no puede demostrar que el tiempo es irreversible. Y esto me ha influido mucho: un poco aterrorizándome, y un poco consolándome. Estamos siempre en vilo. No está dicho que no se pueda volver atrás, a visitar el pasado. Creo haberlo escrito en alguna parte, en «Scongiuri vespertini» un poema de A tanto caro sangue, donde se habla de volver a visitar sepulcros y lazaretos. Esta idea, que he encontrado incluso en libros de físicos famosos, de que se puede incluso viajar en el tiempo, no con las máquinas del tiempo, sino a algún lugar de lo posible. Ésta es la vez, quizás, en que he conseguido decirlo mejor.
¿Qué después de la vida? otra vida
se entiende, inesperada, tenue, igual,
temblor que no se para, herida
que no se cierra pero igual no duele
—no más, ni tanto. Lentamente como
absorbidos por una inmensa
moviola cada cosa volverá a tener su nombre,
cada alimento aparecerá en el comedor
donde estaba, pálido, sin olor….
Qué descubrimiento. Hace tiempo que la mente
sabe que donde hay humo hubo candela
y viceversa, que entre todo y nada
hay un penoso armisticio. Solo el corazón
resiste, se obstina, pobre apestado.
He empezado a reflexionar sobre la muerte. diría incluso que primero he reflexionado sobre el relato evangélico, sobre la muerte de Cristo, y luego sobre la muerte de mis padres, sobre la muerte que ha afectado muy temprano a mi vida, con la desaparición primero de mi padre y luego de mi madre. Y por lo tanto era, en cierta manera, la muerte de los otros, era la muerte como desaparición de personas queridas, de referencias indispensables. Luego, con el tiempo, creo que naturalmente, se ha convertido en la reflexión sobre mi muerte, sobre qué significa, sobre qué significará; y diría que ha sido, o al menos así lo creo, cada vez más serena mi reflexión, ya que junto a la idea de la muerte como… como meta que se acerca, se ha hecho cada vez más fuerte en mí la idea de la comunión de los vivos y los muertos, para decirlo de manera sintética. O sea que ya no hago mucha distinción entre los vivos y los muertos, no solamente entre las personas de la familia, sino también entre las personas queridas, los amigos que en un cierto momento desaparecen. Yo no los siento, debo decir la verdad, más lejos que cuando estaban vivos y, por lo tanto, se me ha hecho cada vez más esencial, siempre más querida la idea de que existe no sé si un más allá o un más acá o un dentrode- nosotros en el que los muertos siguen viviendo con nosotros. Esto se ha convertido en uno de los temas explícitos de mi reflexión y de mi poesía.
Siempre he pensado que la vida no es algo de lo que se pueda entrar y salir, algo que se cruza como un espacio finito, sino algo en lo que se está indefinidamente. Esto no implica necesariamente, según creo, una idea de trascendencia: simplemente la vida es esto en lo que se está, en lo que no se puede dejar de estar incluso cuando teóricamente la vida acaba. Ésta es —si queréis— mi fe. No sé si es una fe en el sentido plausible de la palabra. Es mi manera de estar dentro de esta realidad que según creo no puede llamarse de otra manera que vida. Una vez en un poema escribí que —intento— a veces «imaginar la felicidad de los muertos» y pienso que también para los muertos la felicidad es la vida.
¿Es tan difícil de imaginar,
en verdad, el paraíso? Pero si basta
cerrar los ojos para verlo, está
ahí detrás, tras los párpados, parece
que nos espera, a nosotros y a nadie más, fiesta
matutina, gloria crepuscular
en la ciudad ilesa, en el mar
de antes de la diáspora —y se alza…
¿No la oyes? Una lejana
voz, lejana y más cercana como
si no fuera el oído el que vibra
sino otro laberinto, una membrana
secreta, tensa en la oscuridad a mitad
entre la nada y el corazón, entre el silencio y el nombre…
Lo importante es estar totalmente convencidos de que la poesía no es ni un estado de ánimo a priori, ni una condición de privilegio ni una realidad aparte, ni una realidad mejor. Es un lenguaje, un lenguaje distinto del que usamos para comunicar en la vida cotidiana y largamente más rico, más completo, más completamente humano; un lenguaje a la vez cuidadosamente premeditado y profundamente involuntario capaz de conectar entre ellas las cosas que se ven y las que no se ven, de poner en relación lo que sabemos con lo que no sabemos.
Despiértame, te lo ruego, aún me pasa
que imploro en un sueño a esa tierna
edad, ayúdame, que no sea cierta
la obscena materia de la penumbra. Roza
ahora una mano mi
cuerpo aterido y de golpe sé
que te he llamado y que no sabré
más nada.
Traducción de Juan Carlos Reche
OBRA POÈTICA
G. Raboni, Gesta Romanorum, Vaso Roto Ediciones, Madrid – México 2011
G. Raboni, in Azzurra, Revista publicada por el Istituto Italiano di Cultura Còrdoba, Año IV N° 10-11-12 Junio de 1997, pp. 148-151 De lo que tengo en mi alma, Cuando el frìo que endurece i Con toda aquella muerte por la calle, De Versi guerrieri e amorosi Versiones de Franco Avicolli.
G. Raboni, in Antología de Poesía italiana Contemporánea, prólogo, selección y traducción de H. Armani, Litoral / Ediciones Unesco, 1994, pp. 345-48 [contiene, senza testo a fronte, La guerra, De espaldas (Supina), Las veces (Le volte), Embarcadero ( Imbarcadero)].
Emilio Coco, Poesía italiana actual, Fugger Poesía, Madrid – Bari – Kiel 2002, pp. 97-109: Quare tristis – ?por qué, Ahora sea más ligera la herida, Héroes perdidos, noya o no aún, Con horror, como cada años, miro, He estado allí, no sé cuándo (o estuvo, Hay tardes en las que quisieria mirar,? Se va en la sombra o es la sombra que nos sale, Desde hace algunos años trato de envejecer, ?Tan difícil es imaginar, ?En la plaza? ?en la avenida? Quíen sabe.
Cuadernos de Filología italiana, Vol. 11, Publicaciones Universidad complutense de Madrid, 2004, pp. 193-5: Poemas inéditos de Giovanni Raboni: Piccola suite fluviale.